GUTTENDÖRF EN LA GUERRA.Por Johannes Keimplatz |
Quedaban muchos días de trabajo. Podía distraerse un poco y liberarse de la presión que, en otro, hubiese sido más insoportable.
En aquel enceradísimo salón jalonado de espejos, lámparas, paisajes pintados y cortinas escarlatas, había varias mujeres sin compañía dispuestas a ser invitadas al siguiente baile. Pero sólo una de ellas le interesaba a Ángel Guttendörf. Una que escondía su belleza bajo briosa mirada y un sobrio, aunque elegante, vestido de noche color negro, y con ojos de severa e inteligente expresión. Guttendörf no era muy hábil con las mujeres, pero sí en el campo de la psicología humana, y brío era lo que advertía en el blancuzco rostro de aquella.
Desde la alejada contemplación de sus quevedos, con su recortada barba, similar a la de un príncipe árabe, el impecable esmoquin y los finos guantes blancos, el médico llegado de Bonn no quitaba ojo de dicha dama, la cual hacía rato que se había percatado de ello. – No sirvo para estas cosas, mademoiselle, pero me pregunto qué hace una dama como usted tan sola. Y ninguno de los dos lo estuvo agarrado del otro mientras el baile duró. – ¿A quién debo agradecer este detalle? – Inquirió ella. Era en esos momentos cuando se daba cuenta de lo poco diestro en sus actuaciones con las mujeres. Berta, su prometida, estaba muy enamorada de él, pero a veces pensaba que realmente lo estaba de su genio, de su intelectualidad en muchos y muy profundos conocimientos y no de sus exiguas armas de seducción o de cualquier otra característica personal.
<<Nada, ni el más extraordinario de los hallazgos, influirá más en tu interior que una mujer>>, le solía decir el venerable profesor Larss. A la mañana siguiente, a la hora de comienzo del II Congreso médico internacional, Ángel Guttendörf comprobó estupefacto lo muy ridículo que estuvo en el baile… ‘’Bienvenidos, profesores y médicos de todo el mundo, al II Congreso Internacional de medicina. Contamos con la presencia de varias y muy ilustres personalidades y que, con la mayor satisfacción, me complaceré en presentarles’’ Era la voz del doctor André Laborit, conocido como el gran jefe de la medicina mundial y por ser el médico personal de Napoleón III, que inauguraba el congreso. Se encontraban en una amplia sala, sentados alrededor de una formidable mesa y rodeados de pinturas de los más grandes doctores y científicos: desde Vesalio, hasta Jean Larrey o Galvani. En otras circunstancias, Guttendörf, que había sido llamado personalmente por Laborit, se habría sentido como un niño en una pastelería sin vigilancia materna. Pero su mirada estaba fija en la única dama presente en tan prestigiosa convención. ‘’Empezando por mi lado derecho, de los Estados Unidos, el doctor Wolf; de Brasil, el doctor Pereira; de España, el doctor Suárez; de Inglaterra, la doctora Nightingale; de Francia, el doctor Herré; de los Países Bajos, el doctor Kruelen. Y por último, de la Confederación Germánica, el profesor Guttendörf. He de puntualizar, que la srta. Nightingale no es médico titulado. Su profesión es enfermera, pero dadas las circunstancias y teniendo en cuenta su laboriosidad y su enorme conocimiento, me atrevería a decir que superior al de algunos de los aquí presentes, confío en que sea reconocida del mismo modo que cada uno de los demás colegas. Dicho esto, acabando con las presentaciones y quedando inaugurado el congreso, voy a dar paso al primer y más importante punto a tratar: el conflicto de Crimea’’. <<La doctora Nightingale>>…pensaba para sí Guttendörf. Ella ni siquiera lo miraba. ‘’Como todos saben, hace meses que se está produciendo un grave incidente, una guerra importante, en la península de Crimea. El antiguo sueño del imperio ruso de tener un paso hacia el Mediterráneo se está haciendo real. En noviembre, los ejércitos zaristas vencieron a los turcos en Sinop. El temor al expansionismo de Nicolás I ha llevado a las fuerzas británicas y francesas a unirse con las otomanas, en una alianza que tratará de frenar el avance del zar por el mar Negro y defender a la débil nación turca. Su objetivo es tomar Sebastopol, la base rusa. Pero nosotros somos médicos, estamos con las fuerzas aliadas en calidad de ciudadanos occidentales, ningún interés más que ése, ninguna ambición política o militar nos mueve. Es por ello por lo que este congreso, por primera vez en la historia, tiene a bien organizar y poner en marcha la que será la primera operación médica enviada a un conflicto internacional. Ustedes serán los encargados de comandarla, y obvien el término militar utilizado’’. Los presentes permanecían en silencio, sabedores de estar ante un momento histórico. Las palabras de Laborit cautivaban. ‘’Hay tres frentes abiertos en esta guerra: el del Báltico, el Pacífico, y el citado del mar Negro. Los doctores Wolf y Pereira irán al Pacífico. Suárez, Herré y Kruelen partirán al Báltico. Y Guttendörf, junto con Nightingale, irán a Crimea (…) Tenemos muy presente que en una guerra hay bajas, pero está en nosotros, en la medicina y la enfermería, el hacer que haya las menos posibles’’. Tras aquellas emotivas y alentadoras palabras, el congreso prosiguió con los demás temas, aunque en la mente de todos, sobre todo en la de los que serían enviados, estaba la guerra de Crimea.
Él y Nightingale tomarían un tren hasta el puerto de Varna en tierras turcas y base de partida de las fuerzas aliadas. Desde allí, se unirían a la caravana de doscientos lanceros británicos, cruzarían el mar Negro y llegarían a la península de Crimea. Se les añadió la compañía de treinta y ocho enfermeras de diferente nacionalidad. Y dado el pequeño contratiempo entre los dos, la primera etapa del viaje fue fría. Sin embargo, Ángel, destacado por no dejar nada a medias, se dirigió a ella: – ¿Ha leido a Clausewitz, Frau Nightingale? Hablaron durante todo el día; de medicina, de ciencias, de la vida misma. El tren cruzó los alpes, llegando a las llanuras otomanas. Al anochecer del día siguiente, tras casi dos días de viaje, llegaron por fin a Varna.
– Fíjese, profesor en esos hombres: casi todos son muchachos recién salidos del regazo de su madre. Unos me miran, preguntándose qué hace una mujer a su lado; los otros piensan en lo que puede ocurrirles en la batalla. Todos están muertos de miedo, pero ninguno de ellos piensa en la causa que les lleva a venir a esto. Mientras en el mundo haya un soldado que, por patriotismo, honor, castigo, o cualquier otra cuestión, obedezca jugándose la vida, habrá guerras La navegación transcurrió apacible. La neblina, condensada hasta en el mismo barco, dio paso a una ligera llovizna. Pasaron la noche en la misma cubierta, arropados con viejas mantas y trozos de vela inservibles en aquella nave y que, tal vez barruntando dicho uso, fueron cargados.
– Según las instrucciones de Laborit, el campamento sanitario está situado a quince millas al norte del puerto. Es posible que el frente no esté muy lejos, con lo que podremos tener cerca a los heridos, aunque también habrá que formar partidas de búsqueda. Será nuestra base de operaciones. El puerto que les recibió, – ya en Crimea -, era improvisado, construido sobre un ligero puente de madera en pocos días para el combatiente acontecimiento. Numerosas eran las tropas que iban de acá para allá, bajo las órdenes de sus mandos. Un grupo de Highlanders británicos esperaban a los lanceros acompañantes en el vapor. Éstos, se despojaron del nerviosismo y se unieron al cántico de la infantería escocesa, que hacía sonar una gaita y lograba diferenciarse de los británicos con sus faldas y sus respectivos tartanes. Guttendörf echó en falta a las gaviotas que siempre abundan en las playas, pero su duda se resolvió cuando observó a un grupo de zuavos (infantería francesa), con sus gorros de borlón y sus grebas, dando cuenta de decenas de aves asadas en lumbre. – ¡Qué dios salve a la reina y permita que siempre existan las enfermeras! – Exclamó Flor al ver a los ingleses. Todos; franceses, turcos, ingleses y sardos…todos se agrupaban prestos hacia la beligerancia, al son de los cánticos, la corneta y sus propias pisadas.
– Vosotras, las tahúres, venid. – Ordenó en inglés sin favor. – Quiero que limpiéis todas y cada una de estas tiendas. No quiero ver ni una sola mancha. Las que jugaban a las cartas, sorprendidas, dejaron de hacerlo, abandonando su etílico letargo y acatando la orden de inmediato. Mientras ellas limpiaban el recinto, Flor, Guttendörf y las demás, comenzaron a atender a los heridos de las tiendas restantes, repartiéndolos para ganar más espacio. – Malditas aves de rapiña. – Murmuró Nightingale al verlas. El cuadro iba cambiando, aunque no dejaba de ser una precaria instalación sanitaria en medio de una contienda bélica, con todo lo que eso suponía. La falta de higiene había desaparecido y la atención era constante. El mal olor fue absorbido por el del linimento y el nasalmente inapreciable aroma de la hospitalidad.
El profesor intervino quirúrgicamente al soldado cuyas tripas rebosaban de entre su vientre, salvando la primera vida. Amputó tres brazos y una pierna. Mandó a una de las enfermeras traer palos largos de leña, con los que hicieron improvisadas muletas para los de las fracturas. Fueron días de infatigable trabajo, al eco de los cañones y el pasar de las tropas desembarcadas. Llegó un oficial francés de caballería. Vestía una casaca azul ribeteada de rojo, polvorienta, vendada por el hombro y manchada de sangre. A duras penas se sostenía sobre el caballo, aunque trataba de mantener su porte, debido a sus galones: – Tengo a un pequeño grupo de mis hombres muy cerca de aquí. Están mal heridos y necesito su ayuda para traerlos. Guttendörf se ofreció voluntarioso, llevándose a siete enfermeras, dos carros y varias carretillas. A un lado del camino, ocultos por la espesura, estaban los hombres. El oficial dio el aviso y cuando el profesor y las enfermeras se disponían a atender a los en peor estado, cargándolos en los carros, apareció un pequeño destacamento ruso. El sargento, valeroso, desmontó, disparando su fusil sobre el que iba en cabeza. Los rusos esgrimían sables y puñales; eran mercenarios. Uno de ellos, atacó a uno de los galos heridos, el sargento le salvó la vida disparando nuevamente, aunque se había quedado sin munición para un tercer disparo. El profesor y las mujeres se apartaron de la refriega. Guttendörf nunca fue un hombre de acción, y máxime cuando tan poco podía hacer. El oficial estaba herido por el puñal de un enemigo al que mató con su espada. La acción era vertiginosa. El francés era un hombre irreducible. Dio un salto para quitarle el fusil a uno de los suyos, que ya agonizaba, y con el que fulminó a los otros dos, que casi se le echan encima. Pero la herida del puñal resultó ser mortal. Guttendörf se acercó a él. – Lléveselos a ellos, para eso ha venido. – Musitó en su estertor. Lo dejaron allí, junto a dos de sus camaradas fallecidos también. Todos, Guttendörf incluido, empezaron a admirar a la ‘’Dama de la lámpara’’, como la habían apodado dos soldados del bando piamontés. Y es que, durante la noche, cuando el hospital dormía, ella pasaba de ronda por las tiendas, asegurándose de que todos evolucionaban favorablemente y no necesitaban nada.
El asedio a Sebastopol proseguía, con el retumbe de los cañones en el horizonte, el humo que cada día era más madrugador y que, por entre las colinas, cubría todo el campamento, como si de un puerto del norte se tratara. Las incidencias del conflicto eran recogidas de boca de los heridos diarios, algunas sólo eran falsos rumores, otras sería mejor que lo fueran. Una de ellas, decía que en los aledaños del campamento, al sur, habían quedado algunos soldados que, en su esfuerzo por llegar al hospital por su pie, habían desfallecido en el intento, quedándose en los lados del camino. El profesor regresaba de una de esas batidas en busca de los caídos. Muchos estaban muertos.
– Tranquilo, muchacho. No te preocupes, te llevaré al hospital. El joven lo miraba con un rostro recubierto de sangre oscura. O no podía, o no quería hablar. En la lejanía del páramo, la silueta de otros miembros Highlander, inconfundibles, con su bonnet y sus casacas rojas, cabalgaban ajenos al infortunio de uno de los suyos. Las enfermeras habían adelantado su paso, siempre lo hacían a recomendación suya. El muchacho balbuceaba, y era ese balbuceo la única y sorprendente prueba de que, pese a su terrible estado, siguiera vivo. Con rapidez, sin apartar la vista de su alrededor por lo que pudiera presentarse, arrimó la carretilla. Al hacerlo, se dio cuenta de que el desdichado soldado se había arrastrado lo que pudo hacia su fusil, cuyo cañón puso en su boca. Guttendörf se arrojó, pero no pudo impedirlo. El Highlander británico cortado por la mitad, se suicidó, poniendo fin a tan dramático estado. Se quedó unos minutos a su lado, de rodillas, paralizado. Tal vez pasó por su mente algún tipo de autocrítica por no haber advertido el fusil y el movimiento lento de los brazos del moribundo. – Pobre muchacho. – Murmuró. Pasado ese instante, cuando la oscuridad ya casi era total, a excepción de las llamas del horizonte y los fogonazos del retomado concierto de los cañones y las granadas, emprendió el regreso al campamento. Pero antes de llegar, un fuerte olor a carne quemada le llamó la atención. Provenía del margen izquierdo de la senda, más allá de una de las dos colinas. Sin pensarlo, dejando el carro en el camino, llenándose las botas de fango con estrías verdes de hierba, subió el cerro, descubriendo lo que provocaba tan nauseabundo tufo.
La imagen era espeluznante, y una de las fotografías inolvidables en su mente y que tanta conmoción le dejaron, afectándole para siempre, comprendiendo, con el tiempo, que ninguno de los hallazgos o misterios que había presenciado en su vida y que presenciaría, sería tan terrible como el auténtico horror provocado por una guerra humana. Tal vez eran cientos. Quizá horas antes habían sufrido una inesperada emboscada. Eran rusos, por el gris de sus casacas. Yacían amontonados, cadavéricos, junto a una inapreciable arboleda. Guttendörf pasaba triste y lastimoso por los huecos de sus fenecidos cuerpos, guerrilleros y prestos para la batalla días atrás, bajo el sonido de sus cornetas, sus himnos y las órdenes voceadas de sus superiores. Hombres con una ropa distinta, pero hombres, cuyas bocas de muerto abiertas de par en par y los ojos blancos, expresaban el horrible cántico de agonía que precede al fin. Sus verdugos, soldados como ellos, habían quemado unos pocos, dejando incompleta la tarea, quizá por la repentina llegada de otra orden. Bajo aquella colina, en aquel campo sembrado de muertos, banderas, cornetas en tiesas manos y un par de buitres, sumido en un apestoso halo de muerte e inconcebibles puñados de moscas de horroroso zumbido, Guttendörf asumió que nada podía hacer. Su espíritu humanista, – en contraposición con su sapiencia científica -, pacífico, más allá de toda irracional concepción bélica, le hacía preguntarse el porqué de aquella y de otras matanzas consumadas por la mano del hombre. El profesor era un náufrago sin isla de respuestas, en un mar de muerte y bocas abiertas. Ni siquiera su adorada ciencia podía responderle. Decidió volver, y cuando ya salía de la orilla de aquel mar de cuerpos inanimados, una mano lo sujetó por el tobillo, haciéndole caer por el susto y el pesado barro. Miró hacia atrás y vio a un hombre, a uno de los muertos que, por su mirada y su movimiento, estaba vivo. El supuesto muerto se incorporó, zafándose primero de los inertes cuerpos que tenía encima. – Ayúdeme… – Musitó en ruso El soldado enmudeció, rogando al profesor que lo llevara al hospital. En el camino, con el herido en la carretilla y en noche cerrada, le explicó que su patria de origen era Austria, pero la de su adopción era la del Zar, por eso combatía en sus filas. Su salud, pese a que su aspecto de muy mal herido indicaba lo contrario, era bastante buena, por el ánimo que manifestaba en su voz. – Nos cogieron por sorpresa. Fueron los ingleses, con su caballería. El día antes abatimos a muchos de ellos, también sin esperarlo, y creo que se vengaron. Como ha visto, no dejaron a nadie con vida. Guttendörf lo desvistió, escondiendo su uniforme para quemarlo. Tenía sangre por todo el cuerpo, ‘’es un milagro’’, -habría dicho de ser sacerdote-, que estuviera vivo. Inmediatamente, puso su atención a la luz de la lamparilla, sobre la herida del costado. Pero en esa parte del cuerpo no había herida. El profesor, extrañado, chequeó la espalda, el vientre, el pecho. Nada, el austriaco a las órdenes de los rusos estaba intacto. – No piense mal de mí, doctor. – Dijo con algo de preocupación. Cuando el profesor trataba de dar con una respuesta, ‘’La dama de la lámpara’’ estaba detrás. – Has llegado muy tarde, Guttendörf. – Dijo. Florence no había escuchado nada de la conversación con el soldado misterioso. – Según mi examen, se encuentra usted en perfecto estado. Mañana deberá volver con los suyos. Sea de donde sea, estando curado no puede permanecer aquí mucho tiempo, ¿me entiende? Guttendörf acudió a la tienda principal. Lo esperaba Florence, ensimismada en sus anotaciones. – ¿Cuál es el diagnóstico de ese último? – Preguntó, sin levantar la vista del cuadernillo. Al profesor no le pareció una pregunta con doble sentido, estaba seguro de que no había oído nada. Cuando amaneció, los que hacían guardia en la entrada impidieron el paso a un hombre que ni vestía ni presentaba distintivo militar alguno. El profesor se interesó por su identidad. – Me llamo Charles Miller, soy corresponsal del Times. Era una mañana tormentosa. Al campamento habían llegado rumores de una inminente gran batalla no muy lejos. El periodista confirmó dichos rumores. Al profesor le pareció un hombre sensato, con algo de cordura en aquel universo de locos. Distaba mucho de ser un hombre capacitado para estar allí, al igual que él mismo. Su delgadez era extrema. Tenía el pelo largo, y su barba se asemejaba a la de un profeta bíblico, lo cual denotaba su ya larga estancia en Crimea. – Las noticias son ciertas. – Decía – En Balaclava se va a desatar la que puede ser la gran batalla de esta guerra. Pero yo no he venido aquí por eso. Mi misión es la de entrevistar al profesor Guttendörf. El profesor miró a Flor y ésta le miró a él. Esperaba a que fuera él el que tomara la decisión. Pero Guttendörf, cortés, prefería que fuese ella la que decidiera, y no por evadirse de la cuestión. Le hizo una seña de asentimiento y Nightingale habló: – Hay que traer esa carga como sea. – Dijo con su particular brío. – Guttendörf, quiero que vayas con ellos, llévate a un par de soldados, y a ese nuevo. – Ángel quiso hablar, pero el citado soldado asintió desde el camastro, con una colilla en los labios. El grupo estaba compuesto por Guttendörf, el corresponsal, el soldado austriaco al servicio de los zaristas y dos hombres más. Todos, menos el profesor, llevaban fusiles, montados en un par de carromatos tirados por escuálidas mulas. El mediodía llegaba, conservando el frío engendrado por la noche. La ausencia de tronido de bombas creaba un silencio cuya estela expectante inquietaba a cualquiera. Tan solo los constantes estornudos de Charles, que había cambiado el cuadernillo de crónicas por el fusil, proyectaban algo de vida en aquel pequeño, pero compacto, quinteto en misión sanitaria. Finalmente, llegaron a las inmediaciones de un pequeño bosque cuya existencia el profesor desconocía. Y es que la península de Crimea era una tierra de innumerables colinas, de altos, claros entre bosques desperdigados y un río poco avistado. Junto al ruinoso carro, encontraron a media docena de soldados sardos. – Les he dado permiso para que abran varias latas de conserva; estamos hambrientos. – Indicó el oficial en inglés latinizado. El profesor, con la ayuda de los soldados de su campamento, cargaba los víveres en el carro nuevo, momento en el que empezaron a oír los primeros cañonazos. – La batalla ha comenzado. – Señaló Charles. Pero cuando hizo pausar su teoría para añadir algo más, una terrible explosión lo acalló, matándolo a él y a tres de sus hombres. – ¡Pónganse a cubierto! – Alertó el periodista. Alguien, quizá un destacamento posicionado en retaguardia, les había divisado desde una de las mesetas de la batalla. – ¡Ocultémonos en el bosque! – Gritó el profesor. Pero los cañones del zar debieron intuir dicho movimiento, abriendo fuego sobre la arboleda, haciendo que la imitación de bosque en mitad de la llanura ardiera. Los sardos corrieron hacia una de las numerosas colinas. Una cuyas faldas abruptas y pedregosas proporcionaban cierto escondite bajo las piedras clavadas en la espesura. Desde lo alto, casualmente, encontraron una magnífica vista de todas las operaciones, de todo el teatro montado con tropas a cada lado, poniendo en marcha sus estrategias y avanzadillas. La batalla de Balaclava estaba en su apogeo, pero Guttendörf sólo tenía pensamiento para el cargamento perdido. A un lado del panorámico valle, se apostaban las fuerzas grises del oso ruso, reagrupadas en el extremo, dispuestas con su infantería cosaca y artillería, limitadas sólo por las colinas del margen oriental. – Parece que la vista de Lord Raglan tiene un velo. Miren como los rusos se llevan sus cañones. – Ilustraba el corresponsal haciendo gala de sus dotes periodísticas. – Ahora deberían hacer avanzar a la infantería. Lord Raglan está sobre aquella meseta, seguramente, controlándolo todo con su catalejo. Sin embargo, dichas operaciones, a las que Guttendörf asistía perplejo, sintiéndose muy afectado nuevamente por el horror de la guerra, desembocaron en una de las acciones más absurdas y dementes de la historia militar. La caballería británica, la llamada brigada ligera, recibió la orden equivocada de avanzar sobre la fuerza zarista, la cual los acogió perplejos. – ¿Pero qué hacen, están locos? – Preguntó el cronista en voz alta. Uno de los sardos pronunció una especie de ruego religioso en su lengua, santiguándose a continuación. Guttendörf, que no entendía mucho de estrategia militar, preguntó: Y así fue, en unos minutos, las baterías y los rifles cosacos comenzaron a liquidar a los primeros jinetes ingleses. El profesor contempló como el primer oficial, al grito de galope y viva la reina Victoria, caía sobre el polvoroso valle, que en pocas horas sería el sangriento y humoso valle. Los dos sardos, impresionado ante el supuesto gran valor de la caballería británica, se lanzaron a la carrera en la misma dirección, aunque un terrible cañonazo les cercenó tal deseo, además de sus vidas.
Qué gran desperdicio era una guerra, pensaba en su interior mientras la carga ligera era aniquilada. Sólo un puñado de hombres, diez o doce más o menos, sobrevivieron. Había caballos sin jinetes y jinetes sin caballo. Uno de los corceles seguía galopando con el seccionado cuerpo de su jinete. Y no eran pocos los soldados que yacían muertos aplastados por su cabalgadura. La batalla de Balaclava fue un ejemplo de decisiones caprichosas, ordenadas y acatadas bajo connotaciones personales y otro tipo de rivalidades. – No me lo puedo creer. En esa carga había más de quinientos jinetes, haré que toda Inglaterra sepa lo que ha ocurrido. El responsable ha de caer sin compasión. – Expresó Charles, cuyo rictus era de gran indignación. Guttendörf guardó en su interior lo que pensaba en aquel instante: << ¿Y qué más da quien sea el responsable? >> El corresponsal, seguramente un soldado de trincheras periodísticas, redactor de chauvinistas artículos, jamás lo hubiera entendido.
El soldado austriaco permanecía imperturbable, con la mirada perdida, o quizá sabedor de que, pese a la confusa carga y posterior matanza de la brigada ligera, las tropas zaristas iban perdiendo terreno frente al avance de la infantería franco-británica. Los rusos, escapando de lo que ya era el final de la batalla de Balaclava, hicieron hablar de nuevo sus cañones, y éstos, más próximos de donde estaban ellos, dejaron caer sus balas. Los globos de una lejana fiesta, – eso era lo que le asemejaba a Guttendörf tal sucesión de explosiones -, seguían escuchándose, cada vez más cerca, además del avance de los tambores y las cornetas aliados, junto con las voces de esporádicas cargas; la palabra de las bayonetas y de los fusiles; los rescoldos de la batalla. Las banderas de cada nación, de cada regimiento, seguían manteniéndose enarboladas, siempre quedaba alguien que la tomaba del soldado caído, anterior portador, y la mantenía ondeada. Quizá en la colina donde, según el reportero, los mandos británicos se encontraban, había una serie de exculpaciones y evasivas en la responsabilidad de tan inútil acción. Pero qué importaba eso. Miles de hombres esperaban inertes a que los habitantes de la descomposición orgánica, les dieran las gracias por el premio. No se sabía si el sitio de Sebastopol había caído, aunque el desenlace de la beligerancia no era incierto. – Hay que salir de aquí, rápido. – Gritó Charles echando a correr. El profesor y el austriaco lo secundaron. Ya sentían a su alrededor las explosiones. – ¡Separémonos! – Vociferó Guttendörf sin parar de correr. Sus tímpanos estallaban a la vez que uno de los proyectiles. El soldado austriaco le cayó encima, y los dos lo hicieron sobre el periodista. El cañonazo les había alcanzado.
Estaba sobre el destrozado cuerpo de Charles, el cronista de guerra. Lo movió, llamándolo, pero pronto se percató de que era un cadáver. Sobre su espalda, estaba el austriaco. Se lo quitó de encima, y al hacerlo, se estremeció, pues no había en él parte corporal que no estuviese barrida por la metralla; las laceraciones eran incontables. Su cabello estaba rojo; tenía la oreja desprendida, colgándole de un fino trozo de músculo; había sufrido una muerte terrible, y con ella, le había salvado la vida. Se tendió boca arriba con los brazos del muerto aún sobre sus propias piernas. Se sintió aliviado al ver que estaba vivo, aunque no por el hecho de encontrarse junto a los inertes cuerpos de los hombres con los que, momentos antes, había compartido la vivencia de la batalla. Se incorporó, barriendo en derredor todo el ahumado paisaje. Los batallones franceses e ingleses ponían rumbo a Sebastopol, donde se pensaba que acabaría la odiosa guerra de Crimea. Pero él debía volver al hospital, junto con flor y la, más que segura, inagotable llegada de heridos. Con varios arañazos en el torso y el cuello, más un fuerte dolor en el codo por la caída, encaminó sus botas y sus –rotos en una de las lentes- quevedos, hacia el campamento. Pero no había dado ni cinco pasos, cuando, detrás de él, la corpulenta figura del soldado misterioso, se levantó. Guttendörf se volvió pasmado. – ¡No es posible! – Exclamó – Está vivo. Miró a un lado, comprobando que la oreja que antes colgaba, estaba en su sitio. De no ser por las manchas de la ropa y cabellos, se diría que aquel hombre no había recibido impacto alguno. – Usted absorbió toda la metralla. Usted, junto con Charles, logró que yo no recibiera más que rasguños. Él está muerto, como es lógico, pero usted vive. El profesor se le acercó, curioseando, mirándolo con atención. No tenía ni siquiera una cicatriz; era algo extraordinario. – Mi cuerpo es así, y no sé por qué. Nací en Austria. – Relataba – Fui el hijo único y póstumo de un pastor. Mi madre, al quedarse viuda, se trasladó a Salzburgo. Allí, pobres y desdichados, para que su hijo no muriera de hambre, me dejó bajo la custodia de un pariente. No olvido el día que la vi por última vez. Fue una tarde muy triste. El pariente era bebedor, muy violento con su sumisa esposa. Una noche, harto de escuchar los gritos de la pobre mujer, me enfrenté a él. Sólo era un niño de doce años. Le agarré del brazo y le propiné un puñetazo. El tipo cogió la espada que colgaba de adorno en la chimenea y me hizo varios cortes. De repente, los cortes se cerraron rápidamente sin dejar rastro. El borracho se asustó tanto, que salió huyendo de la casa. Lo más sorprendente fue la reacción de la mujer. No me agradeció nada. Me llamó brujo. Monstruo. Escapé. Lloré. Vagué solo durante días, hasta que una familia de nómadas rusos me recogió, llevándome a un orfanato. De allí pasé a la academia militar de Kiev. Tras el diálogo, el cual hizo que la batalla y la absurda acción de la carga ligera pasaran a un segundo plano, llegaron al hospital de campaña. El ajetreo era espectacular. – ¡Guttendörf! – Gritó Florence – Nos han llegado noticias de una gran batalla, casi al tiempo de los heridos. Creí que te habíamos perdido. Las curas se sucedieron durante las siguientes semanas. Las tiendas estaban abarrotadas. Ya no había camastros y muchos heridos, los de menor gravedad, se ubicaban en el mismo suelo. El soldado, el cual dijo que se llamaba Andrei, se ofreció como camillero.
– Tendré que poner orden allí. – Aseguraba sin dejar de toser. Ella y el profesor sabían que estaba enferma. Y así fue, Florence Nightingale padeció de la enfermedad contraída en la dura guerra de Crimea. – Volveré a mi casa de Kiev. Tengo una esposa y un hijo. Dejaré el ejército. – Decía con su inglés de acento ruso. Afuera, el escocés agarrado a dos muletas que hacía la guardia, gritó: – ¡Cosacos, nos atacan! No eran más de cinco o seis. Quizá huían del sitio de Sebastopol. Florence despertó. No tenían más que el fusil de Andrei y el del escocés que, tras dar la voz de alarma en la oscuridad de la noche, fue abatido por una lanza inesperada. – Mantened la calma. – Susurró Guttendörf – Prepárate Andrei, al primero que entre dispara. – Advirtió, agarrando uno de los palos del fuego. Florence se escondió tras la mesa. Los rusos entraron rápido. El primero fue muerto, pero el segundó en entrar lo hizo arrojando su lanza, la cual se clavó en la garganta de Andrei. El profesor le hizo frente con la antorcha, viendo como los otros también entraban. Uno de ellos pronunció algo en su idioma, y el de la lanza, tras desclavarla del abierto cuello del soldado, se disponía a hacer lo mismo con el profesor. Iba a morir. Ése era su fin. En la última noche en Crimea, tras presenciar los horrores que habrían de marcarle para toda la vida y sobrevivir ileso a todos ellos, su vida se extinguiría a manos de un cosaco de vidriosa mirada. La misma que los otros dirigían a Florence, la enfermera de enérgico carácter, a la que cualquiera sabe qué atrocidades irían a cometerle y que se había desmayado. Pero el cuello de Andrei ya estaba regenerado, y ante la estupefacción de los cosacos, se levantó. Al que iba a ser el verdugo del profesor lo agarró con las dos manos, partiéndolo por la mitad. Los demás se abalanzaron hacia él con lanzas y sables, provocándole heridas por todo el cuerpo. El austriaco, como un colosal oso de las montañas, se los quitó de encima, aplastando sus cabezas uno a uno y con un infrahumano alarido. Cuando ya vio que todos estaban muertos, cayó al suelo desfallecido, a la espera de que sus nuevas heridas regenerasen. El profesor estaba muy impresionado. Demasiadas emociones en tan corto intervalo de tiempo. Se había visto muerto. Los cortes del hombre ya se habían cerrado. – Debemos salir de aquí cuanto antes. – Opinó Guttendörf. – Puede que vengan más. Andrei asintió. Florence no recuperaba el conocimiento, pero estaba bien. El profesor tomó lo necesario; medicinas, vendas, el fusil y la antorcha. El soldado cogió en sus hombros a Florence
Anduvieron toda la noche, sin más compañía que la de sus pisadas, sus jadeos y algún que otro disparo. Al amanecer, con entusiasmo, bajaron de la colina hasta alcanzar un convoy de soldados aliados, los cuales se dirigían al puerto. Florence ya había despertado. Por fin la guerra, para todos, había finalizado. Nightingale preguntó por el barco a tomar para Turquía; a pesar de lo ocurrido, su espíritu, su deseo de curar y salvar vidas, era inquebrantable. – Jamás volveré a dudar de la capacidad de una mujer para cualquier empresa. – Le dijo el profesor en la despedida – Haré que en mi universidad haya más alumnas. Y así, tras despedirse también del enigmático Andrei, al que no quiso molestar con un examen a fondo, el profesor dejó la península de Crimea, la guerra de Crimea, la cual, con su labor, la de Florence, la de las demás enfermeras, el periodismo y las nuevas armas, pasó a la historia por ser la primera de las guerras modernas. El punto final de una vieja forma de hacer la guerra.
http://www.canal-literatura.com/Relatos/GUTTENDORF_EN_LA_GUERRA_DE_CRIMEA.html
|
Archivo | RELATOS SOBRE LA GUERRA (1) RSS feed for this section
COMENTARIOS